Hace siete años, durante nuestro trabajo misionero en Ecuador, la policía trajo a un pequeño de unos tres años para que le prestásemos acogida temporal. Apenas se comunicaba y lloraba desesperadamente desde el miedo y el abandono. Hacía pocas horas que alguien, seguramente uno de sus progenitores, lo dejaba solito en una parada de autobuses, quizás, ante la imposibilidad de atender a un niño “enfermito”, como dicen allá.
Recuerdo esa primera noche, eterna para él, en la que intentaba escaparse como fuera, golpeándolo todo y a todos, arrastrándose, chillando, llorando, extrañando tantas caras nuevas y buscando hasta la extenuación a los suyos, a su gente. Al final abrazado con fuerza se durmió en mis brazos, agotado, y en medio del sueño aún brotaban suspiros de tristeza.
Sus pies eran todo un poema: sus deditos pegados entre suciedad, pus y sangre seca, hablaban de sus dificultades para caminar sin caerse o golpearse. Su cuerpito delgado y su piel sin brillo y áspera comentaban del hambre atrasada, hambre que condicionaría su vida y su desarrollo. Sus ojos extraviados no acertaban a tener una imagen clara de su nuevo entorno y sus movimientos descoordinados y torpes le dificultaban cualquier actividad.
Su primer desayuno le devolvió un poco de paz, comió con ansiedad, atragantándose, dejando caer la colada de avena, derramando arroz por todos lados, pero ¡vaya si comió! ¡qué hambre tenía!
Junto con la policía comenzamos la búsqueda de sus familiares o conocidos: televisiones locales, radios, diarios,… durante un año fuimos constantes en nuestras publicaciones para intentar encontrarlos. Mientras, fuimos curando sus heridas físicas y poco a poco las psicológicas. Descubriendo las causas de sus dificultades de comunicación y relación, de su soledad junto a su palito de escoba, que a modo de caballo, le acompañaba en sus paseos y desplazamientos por el centro.
Poco a poco pasó a ser parte del Hogar de Belén, impulsivo, coragiento, curioso, peleón, contestón, independiente, libre y siempre hambriento… una piedra de toque para cada uno de los que al cabo del día teníamos que trabajar de alguna u otra manera con él. Hasta que llegó a ser parte de nuestro propio hogar, de nuestra familia.
Tuvimos que cultivar hectáreas de paciencia y cariño, de diálogos reflexivos, de delimitar normas mínimas de convivencia, hasta que casi sin darnos cuenta fue cambiando sus caras largas por sonrisas, los enfados por abrazos espontáneos nacidos del corazón, su aislamiento por preguntas y juntos aprendimos a ser familia.
Las largas e interminables peregrinaciones a los especialistas en salud fueron dando sus frutos y sus ojitos se corrigieron, sus movimientos espasmódicos mejoraron, sus mareos y caídas desaparecieron. Su acceso a la comunicación, al aprendizaje y al estudio encontró la mejor de las autopistas en una escuela inclusiva e integradora. Descubrimos a educadoras excepcionales y generosas que abrieron sus sentidos queriendo a nuestro hijo como es.
En su caminar a nuestro lado desarrolló una sensibilidad enorme por las personas mayores, por los enfermos, por los que sufren, por los necesitados, … siendo capaz de desprenderse de sus cosas o sorprendiéndonos abrazando, besando o dando de comer a quién lo precisa. Sigue siendo inquieto y travieso, comilón y hasta algo payasete, pero la seguridad de sentirse querido, de ser parte de un hogar y una gran familia hace que se le escape una y otra vez su enorme sonrisa, e irradie paz y felicidad.
Desde nuestra actividad misionera no hemos dejado de aprender con él y de él; es más ya no sabríamos vivir sin él. Este domingo hizo su primera comunión, la celebración la interpretó en lengua de signos una amiga que generosamente se brindó a hacerlo. Su ropa no era nueva, ni distinta a la que a él le gusta ponerse los domingos, pero eso sí, estaba convencido de lo que iba a hacer y de la presencia del Amor de Dios en su vida. Por supuesto deberá seguir redescubriendo esa presencia días tras día, como cada uno de nosotros, …. pero tras siete años de compartir su caminar, miramos atrás y vemos sus progresos, su crecimiento personal, su proceso de madurez y afectividad, sus expresiones inmensas de cariño hacia nosotros y podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que el amor cuando es generoso, consciente y constante siempre da fruto, aunque para eso siempre hay que morir un poco a uno mismo y vivir para los demás.
Gracias, mil gracias a todos los que de una u otra manera sois parte de nuestro caminar y nuestra familia misionera, por cada uno de los granitos aportados en este proceso del que sois un pilar fundamental.