
Hace 23 años, con fe y gran alegría, unimos nuestras vidas en matrimonio en torno al servicio a los más débiles. Las misiones, los grupos de mujeres, la organización campesina, la lucha por la educación y la salud, fueron los primeros campos donde trabajar, labrar, limpiar, sembrar y regar ese amor que brotaba de lo más profundo de nuestro ser familia. Pues creemos que el sentido del matrimonio debe ser compartir, regalar a la comunidad lo que nace desde dentro. Cada espacio de entrega con sus matices y aromas propios ha ido renovando día tras día nuestro amor; lo ha afianzado, pulido, agrandado, fortalecido y transformado sin cesar. Amor cimentado en la oración y el compromiso. Mudo en ocasiones, que acoge sin palabras, de gestos sencillos y miradas cómplices. Un amor en el que nos reconocemos una y otra vez, y nos transforma en padres, hijos, familia, amigos, de tantos con los que celebramos la vida sintiéndonos comunidad.

Este sábado 20 además, cumpliremos nuestro primer mes en Manta, centrados en las clases del seminario, el conocimiento progresivo de las actividades sociales y caritativas de las zonas a las que servimos y la adaptación de los niños a su nuevo centro. Ellos a su vez adaptándose a los nuevos horarios y ritmos, a las formas de expresión y actuación de sus compañeros y profesores. Poco a poco iniciamos nuevas relaciones: el señor de la tiendita, los vecinos a los que saludamos a diario, la señora de la panadería, los profesores de los chicos, la peluquera, los seminaristas, el taxista, Rafael, Mary. Manuel, Luis, Donata, Rosita, … Vamos tejiendo casi sin darnos cuenta una red invisible que afianzará nuestro caminar.
La brisa del atardecer trae paz al fin de la jornada. A lo lejos los barcos, el vuelo de los albatros y pelícanos, los gritos de los loros que regresan a sus nidos. ¡Tanta belleza que agradecer! ¡Tan insignificantes ante tanta grandeza! Y sólo brota del corazón dar gracias porque en nuestra pequeñez Dios nos llama, en nuestras limitaciones nos fortalece y en nuestros pesares nos consuela.

Siempre ha puesto personas clave en nuestro camino, a través de las cuales se ha hecho presente su amor. Una de estas personas ha sido Aurelio, el hermano Espejo, último fraile de la congregación de Hermanos de Cristo trabajador. Un hombre grande, de corazón aún más grande; coherente como pocos, austero y servicial con los últimos. Durante siete años le servimos y fue hermano, amigo, padre e hijo para nuestra familia. Desde el otro lado del océano las olas nos traen la noticia de que su vida se apaga. Su estruendo al romper en el malecón confunden, pues donde se escucha muerte y tristeza, él siente vida y paz; donde se divisa un final, él vislumbra el inicio de un camino de verdad y vida. En estas letras va también nuestra oración para que Dios recoja los frutos que con tanto amor sembró en su vida. Seguro pronto tendrá tiempo para escribir todos los caminos que sus pasos anduvieron y contar los “portentos” en los que sintió la presencia divina en su vida.

Postrado por su enfermedad, cuando rezábamos juntos, nos preguntaba: “¿hasta cuando Dios me va a tener aquí? Yo ya no hago nada”. Ahora nos damos cuenta de que su presencia hilaba amistad y solidaridad entre todos los que le atendimos. El, como tantos compañeros de viaje, nos ha enseñado a querernos más, a abrir nuestro hogar al que llega y a hacer más grande esta familia
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